El Arquero y el Dragón de las Sombras

 




En el corazón del valle de Nevrin, un pueblo pequeño y humilde se extendía entre colinas verdes y ríos cristalinos. Durante generaciones, los habitantes habían vivido en paz, cultivando la tierra y compartiendo historias junto al fuego. Sin embargo, esa tranquilidad se rompió una noche oscura, cuando el cielo se tiñó de negro y un rugido espeluznante resonó entre las montañas.


Era el Dragón de las Sombras, una bestia legendaria que, según las viejas canciones, había sido desterrada hacía siglos por los magos de una era antigua. Su cuerpo parecía estar hecho de oscuridad misma, con escamas negras que absorbían la luz y ojos como brasas rojas que ardían con odio. Las alas del dragón cubrían el cielo como un eclipse, y donde pasaba, las cosechas morían, los ríos se secaban y el miedo se apoderaba de los corazones.


Los primeros ataques fueron sutiles: ganado desaparecido, bosques quemados en la noche, sombras que parecían moverse por su cuenta. Pero pronto, el dragón comenzó a acercarse al pueblo. La primera vez que lo vieron, una oleada de desesperación recorrió a los aldeanos. Se deslizó sobre los tejados, dejando caer una sombra espesa que apagó cada lámpara y hoguera. Los niños lloraban, los ancianos rezaban, y los más jóvenes intentaban en vano enfrentarse al monstruo con antorchas y azadones.


Día tras día, el Dragón de las Sombras regresaba, extendiendo su dominio sobre Nevrin. Las provisiones comenzaron a escasear, y el miedo paralizó a los habitantes. Nadie podía salir del pueblo sin sentir que algo oscuro los observaba desde la penumbra.


Desesperados, enviaron mensajeros a las aldeas cercanas en busca de ayuda. Pero nadie quería enfrentarse a la criatura. Hasta que, una mañana, un forastero llegó al pueblo.


Era un hombre alto, de mirada serena y rostro curtido por los años. Se hacía llamar Kael, y cargaba un arco largo a la espalda, junto con un carcaj de flechas que brillaban con un tenue resplandor plateado. Su llegada no fue celebrada; los aldeanos, cansados y escépticos, dudaban que un solo hombre pudiera enfrentarse al dragón que había aterrorizado a toda una región.


Kael escuchó las historias de la criatura en silencio, observando a los aldeanos con una mezcla de comprensión y determinación. Finalmente, habló con voz firme:


—He cazado bestias más grandes y más antiguas que esta. Pero necesitaré vuestra ayuda.


Kael pidió que los aldeanos recolectaran ciertos materiales: madera de un árbol que crecía bajo la luz de la luna, raíces de un helecho negro y fragmentos de obsidiana que yacían en las colinas. Con estos, planeaba fabricar flechas imbuidas con la magia de las sombras, el único poder que podía igualar al del dragón.


Los aldeanos, aún temerosos, cumplieron con su parte. Durante días, trabajaron bajo las instrucciones de Kael, preparando las flechas y reforzando su propio coraje.


La noche de la luna nueva, cuando la oscuridad era más profunda, Kael se dirigió solo al bosque cercano, donde el dragón había sido visto por última vez. Los aldeanos observaban desde la distancia, temblando bajo sus mantas. En el claro del bosque, Kael montó una pequeña fogata y esperó.


No pasó mucho tiempo antes de que el aire se llenara con un frío sobrenatural. Las llamas de la fogata titilaron y murieron, y la sombra del dragón descendió sobre el claro. Era aún más imponente de lo que Kael había imaginado: su forma parecía fluctuar, como si no estuviera completamente en este mundo, y cada paso que daba hacía que el suelo temblara.


—¿Un simple humano? —rugió el dragón, su voz resonando como un trueno—. ¿Crees que puedes detenerme?


Kael no respondió. Con movimientos rápidos y precisos, levantó su arco y apuntó. La primera flecha voló como un rayo, iluminando el cielo oscuro mientras se dirigía al corazón de la bestia. Pero el dragón esquivó el ataque con un movimiento ágil, soltando una carcajada grave.


La batalla se desató. Kael disparaba flecha tras flecha, cada una impregnada con la magia que los aldeanos habían ayudado a crear. Algunas alcanzaban al dragón, y sus rugidos de dolor hacían eco en las montañas. Pero el dragón era astuto, y su sombra parecía envolver a Kael, intentando apagar la vida en él.


Finalmente, Kael quedó reducido a una sola flecha. Era diferente de las demás: su punta estaba hecha del fragmento más grande de obsidiana, y su madera brillaba con un resplandor extraño. Kael sabía que tenía solo una oportunidad, y esperó el momento adecuado.


El dragón, confiado, se lanzó hacia él, abriendo sus mandíbulas para devorarlo. Kael, en el último instante, rodó hacia un lado y disparó. La flecha se clavó profundamente en el pecho de la bestia, justo donde su corazón debería estar.


El rugido del dragón fue ensordecedor. Su cuerpo se retorció, y la oscuridad que lo rodeaba comenzó a disiparse. Finalmente, con un último aliento, el Dragón de las Sombras cayó al suelo, su cuerpo desmoronándose en cenizas negras.


Cuando Kael regresó al pueblo, los aldeanos lo recibieron con asombro y gratitud. Había terminado con el terror que los había asfixiado durante semanas. Aunque Kael no buscaba recompensas, los aldeanos insistieron en darle provisiones y un anillo de plata que había pertenecido al líder del pueblo, como símbolo de su valentía.


Antes de partir, Kael se dirigió a la multitud:


—La oscuridad no siempre puede ser derrotada con la fuerza. A veces, se necesita astucia, paciencia y un poco de magia. Recordad esto, para cuando llegue el próximo desafío.


Y con esas palabras, Kael desapareció en el horizonte, dejando a Nevrin con algo que no habían sentido en mucho tiempo: esperanza.


El Dragón de las Sombras se convirtió en una leyenda en el pueblo, y la historia de Kael fue contada junto al fuego durante generaciones. Pero, entre los ancianos, siempre quedó una pregunta: ¿qué había llevado al dragón a atacar el valle? ¿Y sería este el último de su especie?


El tiempo respondería esas preguntas, pero mientras tanto, la luz volvió a brillar en Nevrin. Y Kael, el arquero solitario, siguió su camino, buscando la próxima sombra que desafiaría su arco.



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