El Espíritu del Último Invierno
En el reino helado de Isharil, la Navidad era mucho más que luces y regalos; era la única noche del año en que los corazones de los habitantes podían encenderse con calidez, rompiendo por unas horas el eterno frío que cubría su mundo. Cada solsticio de invierno, la misteriosa Luz del Árbol Viejo se alzaba sobre el valle y, durante una noche, otorgaba paz y esperanza. Pero aquel año, la Luz no apareció.
La joven Ivy, aprendiz de hechicera, fue la primera en notar que algo andaba mal. En su pequeño taller de magia, un espejo encantado que siempre reflejaba el Árbol Viejo mostraba solo oscuridad. Los aldeanos empezaron a murmurar: sin la Luz, el invierno sería interminable, y las criaturas que acechaban en la tundra volverían a atacar.
Desesperada, Ivy decidió investigar. Subió hasta la cima del valle, donde crecía el Árbol Viejo, y encontró el tronco resquebrajado, con la savia congelada como lágrimas cristalinas. En su base, un anciano cubierto de harapos y nieve descansaba.
—¿Eres tú el Espíritu del Invierno? —preguntó Ivy, con voz temblorosa.
El anciano asintió débilmente, sus ojos reflejando siglos de sabiduría y dolor.
—Mi tiempo se ha acabado, niña —dijo el Espíritu—. Cada mil años, el Árbol Viejo debe renacer con el sacrificio de un corazón puro. Sin ello, la Luz no puede regresar, y este invierno será eterno.
Ivy sintió que su corazón se encogía. Si el sacrificio no se hacía, Isharil estaría condenado. Pero, ¿cómo encontrar un corazón puro en un mundo tan lleno de temor y desesperanza?
El Espíritu entregó a Ivy una pequeña esfera de cristal, que brillaba tenuemente con luz dorada.
—Llévala contigo y búscalo. Este cristal revelará la verdad en los corazones que encuentres.
Ivy descendió al pueblo, con la esfera guardada en su capa. Probó con los aldeanos, con guerreros, con ancianos sabios. La esfera se mantenía apagada, mostrando solo sombras y grietas. Nadie parecía tener un corazón lo suficientemente puro para devolver la vida al Árbol Viejo.
Finalmente, Ivy se encontró con un joven huérfano llamado Kellan, que vivía en los límites del bosque. Había pasado toda su vida recogiendo leña y compartiendo lo poco que tenía con quienes más lo necesitaban. Cuando Ivy usó la esfera con él, esta brilló con un resplandor tan cálido que las lágrimas de Ivy se congelaron en sus mejillas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kellan, al ver su expresión.
—Tu corazón... podría salvarnos —respondió Ivy, sin saber si alegrarse o temer por lo que venía.
Ivy y Kellan subieron juntos al Árbol Viejo. En el camino, las criaturas de la tundra los acecharon, atraídas por la luz de la esfera. Ivy usó toda su magia para protegerlos, creando barreras de fuego y escudos de hielo, mientras Kellan la ayudaba a mantener el cristal a salvo.
Cuando llegaron al Árbol Viejo, el Espíritu del Invierno estaba esperándolos. Extendió una mano hacia Kellan, quien, sin dudarlo, entregó la esfera.
—El sacrificio no requiere tu vida —explicó el Espíritu, viendo el temor en los ojos de Ivy—. Pero sí tu esencia. Perderás tus recuerdos, tus emociones... todo lo que te hace ser tú.
Kellan asintió con valentía. Sabía que su vida había sido sencilla, pero llena de bondad, y estaba dispuesto a dejarlo todo por salvar a los demás. El Espíritu colocó la esfera en el corazón del Árbol Viejo, y una explosión de luz dorada iluminó el cielo.
El Árbol Viejo floreció con hojas doradas y carámbanos brillantes que destellaban como estrellas. La luz se extendió por todo Isharil, y el frío se volvió un calor reconfortante. Los aldeanos sintieron renacer la esperanza, y las criaturas de la tundra se desvanecieron en la distancia.
Pero cuando Ivy buscó a Kellan, no lo encontró. En su lugar, una pequeña flor blanca crecía junto al Árbol Viejo, la primera flor que había nacido en Isharil en siglos.
Ivy cayó de rodillas, sabiendo que Kellan había dado todo lo que era por ellos. Decidió que, cada Navidad, subiría al Árbol Viejo y contaría su historia para que nadie olvidara el sacrificio que había traído la luz de vuelta al mundo.
Desde entonces, el Árbol Viejo florece cada Navidad, iluminando Isharil y recordando a sus habitantes que, incluso en los inviernos más oscuros, siempre hay alguien dispuesto a sacrificarlo todo por los demás.
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