La Sangre del Ocaso: El Legado Carmesí



En las profundidades de los Pirineos, el pueblo de Valle Oscuro escondía un secreto que había perdurado durante siglos. Una maldición antigua corría por las venas de algunos de sus habitantes, despertándose solo bajo la luz roja de un eclipse: el Gen Carmesí. Aquellos marcados por este legado se transformaban en criaturas inmortales, condenadas a una vida de oscuridad y dependencia de la sangre. En este lugar olvidado, dos científicos, Diego Fernández y Lucía Calderón, llegaron atraídos por la posibilidad de cambiarlo todo.


Diego era un hombre frío y calculador, motivado por una ambición que ocultaba detrás de un interés científico. Desde joven había sentido que algo oscuro corría por sus venas, algo que lo separaba del resto de la humanidad. Con el tiempo, esta obsesión lo llevó a estudiar el Gen Carmesí y, finalmente, a buscarlo en Valle Oscuro. Lucía, en cambio, era idealista, llena de compasión y esperanza. Veía en el Gen una oportunidad para redimir a quienes sufrían su maldición. Ambos afirmaban compartir el mismo objetivo: encontrar una cura.


Los primeros meses en Valle Oscuro estuvieron marcados por avances y tensiones. Los dos trabajaron codo a codo, combinando ciencia y magia. Diego, con su intelecto brillante, desentrañó los secretos de la sangre maldita, mientras Lucía, con su empatía y determinación, ganó la confianza del consejo de vampiros liderado por Mateo. Aunque ambos eran esenciales para el proyecto, sus motivaciones divergían profundamente, algo que solo Diego entendía en su totalidad.


Diego no quería una cura. Quería el poder absoluto que ofrecía el Gen Carmesí en su forma más pura. Los textos antiguos hablaban de una criatura llamada el Primus Sanguis, el vampiro original, cuya sangre poseía la capacidad de controlar a todos los portadores del Gen. Si podía replicar esa esencia, se convertiría en algo más que humano o vampiro: se convertiría en un dios.


Lucía, ajena a las intenciones de Diego, trabajaba con fe en su causa. A medida que avanzaban en sus experimentos, comenzó a notar señales inquietantes. Los efectos secundarios de los tratamientos eran cada vez más agresivos, y Diego se volvía más distante. Mateo, el líder del consejo, le advirtió sobre la ambición de Diego, pero Lucía se negó a creerlo.


Todo cambió la noche del eclipse total. Bajo el cielo teñido de rojo, Diego reunió a los portadores del Gen en una iglesia abandonada, alegando que el suero que habían desarrollado estaba listo para probarse. Lucía, emocionada y nerviosa, participó en la ceremonia, confiando en que estaban a punto de cambiar el curso de la historia.


Mientras Lucía administraba las inyecciones, Diego activó un dispositivo oculto que drenaba la energía vital de los portadores. Las inyecciones no curaban; extraían la esencia de los portadores y la canalizaban hacia un ritual que Diego había preparado en secreto. Los vampiros comenzaron a colapsar uno tras otro, convirtiéndose en cenizas mientras sus fuerzas fluían hacia Diego.


Lucía, horrorizada, intentó detenerlo, pero Diego la inmovilizó fácilmente.


—¿De verdad creíste que eras mi igual? —le dijo con una sonrisa fría—. Esto no es una cura, Lucía. Es la culminación de todo lo que soy. Tú fuiste un medio para un fin.


Lucía lo miró, devastada, incapaz de comprender cómo alguien podía traicionar con tanta frialdad una causa que supuestamente compartían.


Pero cuando Diego estaba a punto de completar el ritual, algo inesperado ocurrió. La sangre acumulada no fluyó hacia él, sino hacia Lucía. Diego observó con incredulidad cómo el poder del Primus Sanguis la transformaba. Su piel adquirió un brillo marmóreo, sus ojos ardieron con un rojo profundo, y una energía imparable la envolvió.


—No… esto no puede estar pasando… —murmuró Diego, retrocediendo.


Lucía, ahora la criatura más poderosa que jamás había existido, sintió cómo la oscuridad la invadía. Luchó contra ella, intentando mantener su humanidad, pero el poder era demasiado grande, la sed demasiado intensa. En un momento de claridad, se giró hacia Diego, sosteniendo una jeringa con el verdadero suero que habían creado juntos.


—No puedo salvarme —dijo con lágrimas en los ojos—. Pero puedo salvarte a ti.


Antes de que Diego pudiera reaccionar, Lucía lo inyectó con el suero. El efecto fue inmediato. Diego cayó al suelo, gritando mientras su cuerpo se retorcía. La maldición lo abandonó, su piel recuperó el tono humano, y la inmortalidad desapareció de su ser.


Cuando el dolor cesó, Diego se levantó, débil y mortal, observando a Lucía con una mezcla de rabia y desesperación.


—¡¿Qué has hecho?! ¡Esto no debía acabar así! ¡Yo debía ser el Primus Sanguis!


Lucía, ahora completamente consumida por el poder, se acercó a él. Por un instante, pareció que su humanidad regresaba. Su voz, apenas un susurro, llegó a los oídos de Diego.


—Lo siento…


Pero la oscuridad reclamó lo que quedaba de ella. Lucía dejó la iglesia envuelta en sombras, una fuerza imparable que nadie podría detener. El cielo rojo del eclipse parecía seguirla, anunciando un nuevo reinado de terror.


Diego, arrodillado entre las cenizas de los portadores y con la cura perdida, solo pudo observar cómo la mujer que una vez creyó que podía salvar al mundo desaparecía en la distancia.


—Maldita seas, Lucía… —murmuró, con la voz quebrada por la desesperación.


Sabía que su ambición había creado algo que no podía controlar. Había perdido todo: su inmortalidad, su poder, y la única persona que podía haberlo salvado de sí mismo. Mientras el sol comenzaba a despuntar sobre Valle Oscuro, Diego entendió que había condenado al mundo al liberar a Lucía como el Primus Sanguis.


La cura había muerto con ella. El mundo no lo sabía aún, pero su final estaba escrito en sangre.


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