LaÚltima Llama del Alba



Kael despertó con una sensación de vacío, el frío calándole los huesos como si el mundo entero estuviera exhalando su último suspiro. La arena bajo su cuerpo era gris, muerta, y en el aire flotaba un silencio pesado, tan espeso que apenas podía respirar. Miró hacia el cielo y confirmó lo que temía: la oscuridad seguía ahí. El firmamento, antes un tapiz vibrante de estrellas y constelaciones, era ahora una bóveda de sombra, un abismo sin fin donde ni siquiera la esperanza podía prenderse.


Solo el Alba seguía allí, solitaria y temblorosa, como una llama débil en medio de una tormenta. Palpitaba, frágil y triste, como si el peso de todo el cielo reposara sobre ella. Kael sintió una punzada en el pecho. El Alba era lo único que quedaba, el último faro de un mundo que una vez estuvo lleno de luz.


Se puso de pie con dificultad, apoyándose en su lanza. El arma brillaba tenuemente, su luz pálida reflejando la tristeza del Guardián. Aquella lanza había sido forjada hacía milenios, cuando los primeros Guardianes del Alba juraron proteger el cielo. Ahora, él era el último de ellos, y su juramento se sentía como una broma cruel, pronunciado a oídos sordos de un mundo que ya no le importaba a nadie.


—Un mundo sin estrellas no merece sobrevivir —susurró, aunque sus palabras se las llevó el viento.


Giró la vista hacia el horizonte, buscando algún indicio de vida, pero solo vio la inmensidad del desierto gris de Lomaria. Las dunas se extendían como un mar inmóvil, donde el tiempo parecía haberse detenido. Allí no crecía nada; ni árboles, ni flores, ni siquiera el eco de un pájaro. El sol no amanecía, y la noche eterna había devorado todo lo bello y puro.


Fue entonces cuando lo escuchó: un susurro. Al principio parecía el gemido del viento, pero pronto se transformó en palabras, suaves y escalofriantes, como si alguien estuviera hablándole al oído desde muy lejos.


—Ha despertado…


Kael sintió cómo se le erizaban los vellos de la nuca. Giró de golpe, desenvainando su lanza. La luz del arma creció ligeramente, alimentada por su miedo, aunque seguía siendo débil.


—¿Quién está ahí? —exigió, aunque su voz sonó menos firme de lo que le habría gustado.


Pero no hubo respuesta, solo un temblor lejano que sacudió el suelo. Una vibración profunda, primitiva, que hizo crujir las piedras. Kael sintió un escalofrío recorrerle la espalda.


—No… —susurró, al comprender lo que estaba sucediendo.


Un rugido surgió del horizonte, un sonido tan profundo y colosal que parecía nacer del vientre mismo de la tierra. La arena comenzó a vibrar bajo sus pies, y a lo lejos, el horizonte pareció torcerse y deformarse, como si la realidad misma estuviera cediendo ante la presencia de algo monstruoso.


Aghoran había despertado.


El Guardián sintió cómo el nombre se clavaba en su mente, como un veneno que se extendía por su sangre. Aghoran, el devorador de estrellas. Había escuchado las leyendas cuando era niño, contadas en noches llenas de risas y hogueras. Una criatura de sombra y hambre, nacida del vacío, destinada a devorar la luz hasta que no quedara nada más que oscuridad.


Y ahora había regresado.


Kael descendió la colina con paso firme, aunque por dentro sentía cómo el miedo lo carcomía. Su misión era proteger el Alba, pero ¿cómo podía un hombre detener a una bestia que podía devorar estrellas? La lanza en su mano le pareció de repente insignificante, un fragmento de luz débil y tembloroso.


El temblor del suelo creció, y pronto pudo verlo. Aghoran emergió del horizonte, su forma colosal oscureciendo el cielo mismo. Era una criatura imposible, una amalgama de sombras líquidas y garras afiladas, con tentáculos flotantes que parecían danzar en el aire como serpientes vivas. En el centro de su pecho, donde debía estar un corazón, giraba un vórtice de oscuridad pura, un agujero negro que absorbía todo lo que tocaba. Su piel brillaba débilmente, como si estuviera cubierta de escamas de humo y metal, y su voz, grave y atronadora, resonó en la mente de Kael.


—Entrégame el Alba, Guardián.


Kael apretó los dientes, negándose a responder. En lugar de ello, comenzó a correr hacia las montañas del Cenit, donde la luz del Alba era más fuerte. Necesitaba tiempo, y necesitaba llevar a Aghoran hasta allí. Solo en la cima podría liberar el poder que dormía en su lanza.


El Guardián corrió, pero la bestia lo persiguió. Aghoran se movía como una tempestad viviente, su sombra expandiéndose por el desierto, devorando el suelo y dejando tras de sí un rastro de piedra negra. Los tentáculos de oscuridad descendían sobre Kael como látigos, intentando alcanzarlo. Uno de ellos golpeó el suelo a su lado, haciendo que la arena explotara en una lluvia de polvo y rocas. Kael apenas pudo esquivarlo, rodando por el suelo antes de volver a levantarse.


—¡No me atraparás, monstruo! —gritó, aunque su voz se perdió entre los rugidos de la criatura.


Corrió hasta que sus piernas ardieron y sus pulmones suplicaron por aire. La montaña del Cenit se alzaba ante él, un coloso de roca gris que parecía arañar el cielo. Kael comenzó a escalarla, sintiendo cómo cada paso le costaba más esfuerzo. La lanza brillaba tenuemente en su mano, como si intentara darle fuerzas, pero la sombra de Aghoran seguía acechándolo.


La bestia llegó a la base de la montaña y comenzó a ascender. Sus tentáculos se aferraban a las rocas, desgarrándolas, y sus rugidos sacudían la cima misma. Kael trepaba más rápido, aunque sentía cómo la desesperación comenzaba a apoderarse de él.


Finalmente, alcanzó la cima. El Cenit era un altar natural, una plataforma de piedra donde la luz del Alba descendía con más fuerza. Allí, Kael cayó de rodillas, jadeando. Detrás de él, Aghoran ascendía, su silueta oscureciendo todo el horizonte.


Kael levantó la lanza hacia el cielo, hacia el Alba.


—Por favor… —susurró—. Dame la fuerza para protegerte.


La estrella pareció escucharlo. Su luz comenzó a intensificarse, hasta que un rayo descendió desde ella, golpeando la lanza con un estruendo ensordecedor. El arma tembló en sus manos, y Kael sintió cómo la energía lo atravesaba, quemando cada fibra de su ser.


La lanza cambió. Dejó de ser un simple fragmento de luz y se transformó en algo más: un trozo vivo del Alba, ardiente y resplandeciente, un sol diminuto que quemaba con el poder de mil estrellas.


Aghoran rugió de furia, retrocediendo ligeramente ante la luz.


—¡No puedes detenerme! —bramó la criatura.


Kael no respondió. Se puso de pie, su silueta envuelta en luz, y se lanzó al vacío.


El mundo pareció detenerse. Kael descendió como un relámpago, la lanza extendida hacia el pecho de Aghoran. La criatura intentó defenderse, lanzando sus tentáculos hacia él, pero la luz de la lanza los hizo añicos, disolviéndolos en humo.


—¡Por el Alba! —gritó Kael, y la lanza impactó en el centro del vórtice oscuro.


El rugido de Aghoran fue indescriptible, un grito de agonía que sacudió el mundo entero. La sombra comenzó a desgarrarse, a arder desde adentro, como una tela quemándose. La luz de la lanza se expandió, consumiéndolo todo: la oscuridad, el desierto, el vacío mismo.


Kael sintió cómo el poder lo atravesaba, y por un momento, fue uno con la luz. Vio el nacimiento de estrellas, el danzar de constelaciones, y entendió que su sacrificio no sería en vano.


Cuando todo terminó, el silencio volvió a reinar. La sombra había desaparecido, y en su lugar, el cielo comenzó a llenarse de luz. Una a una, las estrellas volvieron a nacer, brillando con un esplendor que no se veía desde hacía milenios.


Kael yacía en la cima del Cenit, su cuerpo exhausto y débil. Miró hacia el cielo y sonrió al ver cómo el Alba brillaba más fuerte que nunca, como un faro que iluminaba el mundo entero.


—Lo logré… —susurró, antes de cerrar los ojos.


La luz del Alba siguió brillando, y con ella, la esperanza regresó al mundo.



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