EL FORASTERO DEL PORTAL
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El polvo del desierto se alzó con la brisa cálida del atardecer, tiñendo el horizonte de un naranja sucio. El pueblo de Coyote Creek ardía en silencio, sus edificios de madera crujían bajo el peso del viento y el miedo. Los pocos habitantes que no habían huido se atrincheraban en sus casas, apretando los gatillos de sus rifles con manos temblorosas.
Todos sabían que el monstruo estaba ahí afuera.
—¡Ahí viene! —gritó un borracho desde la taberna.
Desde la colina, silueteado contra el sol que agonizaba, un gigante descendía por el sendero polvoriento. Medía casi dos metros y medio, con piel verde grisácea y una melena de trenzas gruesas adornadas con cuentas de hueso. Vestía un abrigo largo de cuero, desgarrado en los bordes, y un sombrero de ala ancha que apenas ocultaba sus colmillos afilados. A la cintura, dos revólveres pesados descansaban en sus cartucheras, y a la espalda, un rifle Winchester con grabados brillantes en la culata.
Los niños lo llamaban el Forastero del Portal. Los adultos preferían decirle demonio.
Durz Giracraneos escupió en la tierra y avanzó.
Había llegado semanas atrás, expulsado de su mundo a través de un portal maldito. En cuanto apareció en este lugar desconocido, supo que el desierto tenía sus propios secretos. El cielo era diferente, el aire era más ligero, y los humanos que lo habitaban no lo reconocían como nada más que una abominación.
Lo habían cazado. Habían intentado colgarlo. Habían fallado.
Durz nunca había sido un héroe. Era un cazador, un mercenario que perseguía presas a cambio de oro. Pero en este mundo, no había contratos, solo el caos desatado por el portal abierto en las montañas. Criaturas de su mundo estaban cruzando a este territorio, trayendo muerte y fuego. La gente de Coyote Creek no tenía oportunidad.
—Si quieren matarme, que lo intenten después —había dicho al sheriff—. Pero primero, dejen que acabe con lo que viene por ustedes.
Y así, el monstruo se convirtió en guardián.
El sheriff lo miró con la desconfianza de un hombre que ha vivido demasiadas guerras. Tenía el rostro curtido por el sol y la mirada cansada de quien ha disparado más balas de las que quisiera recordar. Aceptó el trato de Durz, no porque confiara en él, sino porque sabía que la única otra opción era esperar a morir.
La primera vez que el orco salió de caza, lo hizo con una escopeta de doble cañón prestada por el herrero. Nunca había usado un arma de fuego en su mundo. Al primer disparo, su hombro sintió la sacudida brutal del retroceso. Al segundo, comprendió su poder. La pólvora tenía su propia magia, diferente a la que él conocía, y no tardó en encontrar la forma de hacerla suya.
Podía infundir su magia chamánica en las armas humanas.
La primera vez que lo intentó, tocó un revólver oxidado, murmuró una oración en su lengua ancestral y las balas se tiñeron de un resplandor azul espectral. Al disparar, un lobo de fuego salió de la boca del arma, desgarrando el aire antes de impactar contra el cráneo de un goblin.
Con cada nuevo enfrentamiento, perfeccionó su arte. Las balas de su rifle surcaban el aire como flechas guiadas por los espíritus. Su escopeta rugía como un trueno negro, derribando demonios como un martillo divino. Los revólveres ardían con llamas etéreas, quemando la carne de los invasores incluso antes de impactarlos.
Pero no solo las criaturas de su mundo cruzaban el portal.
El Chamán Rojo, un brujo oscuro de su tierra natal, también había encontrado la manera de llegar a este lado. Si la magia de Durz podía transformar armas de fuego en tótems de guerra, la magia del Chamán podía corromperlas, volviéndolas malditas.
Los forajidos que le vendieron su alma ahora portaban armas que disparaban sombras vivas. Criaturas deformes surgían del polvo con ojos brillantes y bocas llenas de colmillos. El Oeste estaba muriendo bajo la influencia de otro mundo.
Durz Giracraneos no iba a permitirlo.
No porque fuera su guerra. No porque este mundo fuera su hogar.
Sino porque por primera vez en su vida, tenía algo que proteger.
La noche caía sobre Coyote Creek cuando el Chamán Rojo apareció al otro lado del pueblo, flanqueado por sus horrores. La gente se escondió, sabiendo que era el final.
Durz se acomodó el sombrero y giró el tambor de su revólver, cada bala brillando con un resplandor blanco como la luna.
El Chamán sonrió.
—Sigues atrapado en esta tierra, Durz. No tienes escapatoria.
El orco gruñó.
—Ni tú.
El viento se detuvo.
Dos forasteros, dos poderes opuestos, dos armas cargadas.
La única ley en este mundo era quién disparaba primero.
Días después de la batalla, cuando la última criatura del portal cayó y la entrada al otro mundo se selló, los habitantes de Coyote Creek esperaban que Durz desapareciera. Que el monstruo siguiera su camino.
Pero él no lo hizo.
Se quedó.
Bebió whisky con el sheriff, cabalgó con los apaches, arregló su abrigo y su sombrero. Cuando una nueva amenaza surgió en las montañas, cargó su rifle y partió sin decir palabra.
Habían intentado ahorcarlo. Habían querido matarlo.
Pero ahora, cuando las sombras se alzaban sobre el desierto, cuando el peligro venía cabalgando…
Sabían a quién llamar.
Porque el monstruo del portal ya no era un forastero.
Ahora era el guardián del Oeste.
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