La Sinfonía de las Montañas Huecas



En lo profundo de los Pirineos aragoneses, las Montañas Huecas guardaban un misterio que los lugareños solo se atrevían a susurrar. Una melodía etérea emergía de sus entrañas cada luna llena al ocaso. Era un eco perfecto, tan bello como inquietante. Nadie había logrado desentrañar su origen, pues las montañas no perdonaban a los curiosos.


Einar, un músico ciego nacido en Zaragoza, había oído historias de este fenómeno durante toda su vida. Sin embargo, lo que lo llevó a buscar las Montañas Huecas no fueron las leyendas, sino los sueños. Cada noche, una voz le cantaba una melodía en un idioma desconocido, pero tan vívida que sentía las vibraciones recorrerle la piel. Tras meses de incertidumbre, una certeza lo invadió: debía ir.


Einar emprendió su viaje acompañado por Alodia, una pastora de pocas palabras que conocía la región como la palma de su mano, y Roldán, un anciano cartógrafo que había trazado mapas de las montañas durante décadas. Alodia era su guía, mientras que Roldán aportaba una sabiduría casi mística sobre las cuevas y senderos ocultos.


—Dicen que las Montañas Huecas tienen su propia vida —comentó Roldán mientras caminaban por un estrecho sendero bordeado de pinos—. Si no respetas su ritmo, no te dejarán entrar.


Alodia se limitó a asentir. Ella nunca había oído la melodía, pero había sentido una conexión especial con la montaña desde niña. Sus lobos, a los que había criado desde cachorros, la seguían a todas partes, como si fueran sus protectores.


La primera noche acamparon cerca de un lago. El aire era frío y limpio, pero cargado de una tensión inexplicable. Einar, sentado junto al fuego, comenzó a tocar su laúd. Sus dedos recorrían las cuerdas con precisión, creando una melodía que parecía imitar los ecos de la montaña. Alodia y Roldán lo escucharon en silencio, sintiendo cómo la música resonaba con la tierra misma.


Al tercer día de viaje, llegaron a la entrada de una cueva oculta por la maleza. Roldán sacó un viejo mapa, señalando un punto marcado con una estrella.


—Este es el lugar. La entrada a las Montañas Huecas —dijo con solemnidad.


El grupo encendió antorchas y se adentró en la cueva. El aire era húmedo y fresco, y las paredes parecían vibrar con un sonido apenas perceptible. Mientras avanzaban, Einar detuvo el paso de repente.


—¿Lo escuchan? —preguntó.


Alodia y Roldán negaron con la cabeza. Sin embargo, Einar sonrió.


—La melodía está aquí. Es más fuerte.


Siguieron caminando hasta llegar a una enorme cámara subterránea. En el centro de la sala había un puente natural que cruzaba un abismo insondable. En las paredes brillaban cristales que emitían una tenue luz azulada, y el aire vibraba con una melodía que parecía surgir del vacío.


Fue entonces cuando aparecieron los Surgentes. Eran figuras luminosas, casi etéreas, con formas humanoides y una piel que parecía hecha de luz líquida. No hablaban con palabras, sino con tonos musicales que resonaban directamente en la mente.


—Bienvenidos, viajeros —dijo uno de ellos en un tono bajo y armónico—. Habéis encontrado el hogar de la Sinfonía.


Los Surgentes explicaron que las Montañas Huecas eran el corazón de un sistema que mantenía el equilibrio entre los mundos. La melodía que resonaba desde su interior era una vibración primordial que mantenía la estabilidad del universo. En el centro de todo estaba el Arpa de la Eternidad, un instrumento ancestral que resonaba con las fuerzas naturales del cosmos.


Sin embargo, algo había perturbado el equilibrio. Un grupo de saqueadores había descubierto otra entrada a las montañas y estaba extrayendo cristales que canalizaban la energía de la sinfonía. Cada cristal arrancado debilitaba la melodía y aumentaba el caos en el mundo exterior. Si la melodía se detenía, el equilibrio se rompería, y tanto el mundo subterráneo como el superficial colapsarían.


Einar, Alodia y Roldán decidieron ayudar a los Surgentes. Alodia guio al grupo a través de los túneles, mientras Einar usaba su oído excepcional para detectar resonancias que indicaban peligros cercanos. Roldán, por su parte, trazaba mapas detallados para asegurarse de que no se perdieran.


Cuando llegaron al lugar donde operaban los saqueadores, encontraron a hombres perforando las paredes con herramientas rudimentarias. La melodía que llenaba las montañas estaba distorsionada, como un grito ahogado.


Einar tocó su laúd, imitando las vibraciones de la montaña. La música hizo que los saqueadores se detuvieran, confundidos. Fue entonces cuando Alodia, con la ayuda de sus lobos, los confrontó, logrando que huyeran sin causar daño. Sin embargo, el daño ya estaba hecho: los cristales arrancados habían debilitado la estructura de la montaña, y el arpa estaba en peligro.


Los Surgentes llevaron al grupo al Arpa de la Eternidad, un gigantesco instrumento hecho de oro y cristal, suspendido en el aire por hilos de energía luminosa. Sin embargo, el arpa estaba rota. Una de sus cuerdas había desaparecido, y sin ella, la melodía no podía restaurarse.


Einar se ofreció a reparar el arpa. Usó las cuerdas de su propio laúd, afinándolas hasta que resonaron en perfecta armonía con las otras. Pero cuando comenzó a tocar, sintió una fuerza extraña que lo envolvía. La melodía era demasiado poderosa, y su cuerpo no podía soportarla.


—Einar, detente —gritó Alodia, pero él negó con la cabeza.


—Si no toco, todo se perderá.


Mientras Einar tocaba, los Surgentes se unieron a él, amplificando la melodía con sus propias vibraciones. La música resonó a través de las montañas, restaurando el equilibrio poco a poco. Sin embargo, el esfuerzo fue demasiado para Einar, quien cayó inconsciente justo cuando la última nota llenó el aire.


Cuando Einar despertó, estaba de vuelta en la superficie, con Alodia y Roldán a su lado. Las montañas estaban en silencio, pero había una paz en el aire que no había sentido antes.


—Lo hiciste —dijo Alodia con una sonrisa.


Einar asintió, aunque sabía que había dejado una parte de sí mismo en las montañas. Su laúd estaba destrozado, pero sentía que algo nuevo había nacido en su interior: una conexión profunda con la música de la tierra.


Los Surgentes les agradecieron antes de desaparecer en la profundidad de la montaña. Aunque el arpa estaba restaurada, advirtieron que el equilibrio era frágil y que debía protegerse.


Al regresar a Zaragoza, Einar compuso una nueva melodía basada en lo que había vivido. La llamó La Sinfonía de las Montañas Huecas. Aquellos que la escuchaban decían que podían oír el eco de un mundo perdido, y algunos incluso juraban que sentían la presencia de los Surgentes.


Así, la historia de las Montañas Huecas se convirtió en leyenda una vez más, pero quienes conocían la verdad sabían que su melodía nunca dejaría de resonar.


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