El Caramelo de los Recuerdos
El invierno se hacía más crudo en Jerez y, como cada año, la Confitería Perea recibía clientes en busca de dulces capaces de aliviar el frío y el alma. Juan Luis Perea estaba en su rincón favorito, detrás del mostrador, repasando las páginas del Dulces Alquimias, el viejo libro de recetas mágicas de su abuela Joaquina Rosado. A su lado, sobre la encimera, reposaba una bandeja de caramelos translúcidos, cada uno con un leve resplandor dorado en su interior.
Eran los Caramelos de los Recuerdos, un dulce delicado que solo se elaboraba en los días en que la nostalgia flotaba en el aire como un perfume invisible. No estaban en el menú, ni se vendían al azar. Solo los recibían aquellos que, sin saberlo, los necesitaban.
Esa tarde, mientras los últimos rayos de sol teñían las calles de ámbar, entró una mujer envuelta en un abrigo gris. Su rostro era joven, pero su mirada cargaba la sombra de muchas despedidas. Se acercó al mostrador con pasos lentos, observando los dulces con un aire distraído.
—Disculpe —dijo con voz queda—. No sé por qué he entrado. No suelo comer dulces.
Juan Luis la observó con atención. A simple vista, no tenía nada diferente a cualquier otro cliente, pero en su aura había una ligera vibración, casi imperceptible, como si una parte de ella estuviera en otro lugar.
—Tal vez el destino la ha traído —respondió con una media sonrisa.
Sin esperar su respuesta, tomó un caramelo dorado de la bandeja y lo envolvió con un pequeño lazo de seda azul. Luego se lo entregó.
—No se preocupe por el pago —añadió—. Solo pruébelo cuando su corazón lo pida.
La mujer frunció el ceño, pero aceptó el obsequio con un gesto de agradecimiento antes de marcharse.
Horas después, sentada en un banco del parque, sacó el caramelo del bolsillo y lo observó a la luz de la farola. Algo en su brillo la hipnotizaba, una calidez familiar, como un eco de un tiempo olvidado. Con cierta duda, lo llevó a sus labios y lo dejó disolverse lentamente en su lengua.
Entonces, todo cambió.
Un aroma a pan de leche y canela la envolvió. Frente a ella, como en un sueño, aparecieron imágenes de una cocina iluminada por la lumbre de una chimenea. Una niña de cabellos trenzados reía mientras una anciana removía un cazo de chocolate caliente. En la mesa, un plato de galletas caseras esperaba a ser devorado.
Era ella.
Era su infancia.
Era su abuela, la que se había ido demasiado pronto, la que le cantaba nanas en los inviernos fríos y la acurrucaba con cuentos de estrellas.
Una lágrima le resbaló por la mejilla. Había pasado tanto tiempo intentando olvidar el dolor de su ausencia que sin darse cuenta había olvidado la dulzura de su presencia.
Cuando el caramelo terminó de derretirse, la visión se desvaneció suavemente, pero la calidez permaneció en su pecho. Como un abrazo invisible. Como un susurro desde el pasado.
Esa noche, antes de dormir, tomó el teléfono y marcó un número que llevaba años sin usar.
—Mamá —susurró cuando la voz al otro lado respondió—. ¿Te gustaría que nos viéramos este domingo para hacer galletas?
Y en la Confitería Perea, sin que nadie lo supiera, el último caramelo dorado de la bandeja desapareció con un brillo fugaz.
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Si tuvieras la oportunidad de probar un dulce con magia, ¿qué efecto tendría? Cuéntamelo en los comentarios o comparte este relato con alguien que adore las historias llenas de sabor y misterio
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