Jaro y el hombre que robaba sueños

 



Jaro despertó con un pitido frío perforándole el oído. —Ha llegado la hora. No había resistencia posible. Se frotó los ojos, sintió el peso del sueño arrancado de su cuerpo y se sentó en la cama. Suspiró. —Muy bien... escucha esto. Y comenzó la historia.


Había una vez un hombre que no podía soñar. Desde que tenía memoria, cuando cerraba los ojos, lo único que encontraba era un abismo negro, sin rostros, sin sonidos, sin forma alguna. Creció rodeado de quienes hablaban de sus sueños con normalidad: los niños en la escuela que contaban historias absurdas sobre dragones y mundos flotantes, los adultos que recordaban a sus muertos en imágenes difusas, los enamorados que despertaban con la sensación de un beso que nunca existió. Él, en cambio, no tenía nada. Nada salvo preguntas. Y así, decidió dedicar su vida a comprenderlo todo. Si no podía soñar, entonces conocería. Si no podía imaginar, entonces estudió. Si no podía crear, entonces registró. Se convirtió en el más dedicado de los estudiosos. Aprendió sobre el universo, la física, la biología, la historia. Dominó el lenguaje, la filosofía, la matemática pura. Memorizó cada dato, cada fórmula, cada fenómeno documentado por el hombre. Para cuando llegó a la adultez, podía responder cualquier pregunta con exactitud. Sabía cuántos latidos daba un corazón en una vida entera. Sabía cuántas estrellas había visibles desde cada rincón del planeta. Sabía describir la química del amor, el patrón del miedo, la razón por la que las hojas se volaban con el viento en otoño. Pero cuando le preguntaban "y tú, ¡qué has soñado?", su respuesta era siempre la misma. Nada.


La frustración lo consumió. Sabía todo lo que podía aprender, y sin embargo, el sueño se le escapaba como arena entre los dedos. Entonces encontró una nueva forma de buscar. Si no podía soñar, observaría. Creó una red de dispositivos. Cámaras que lo veían todo. Sensores que registraban cada movimiento. Monitores que proyectaban cada acción humana posible. Colocó pantallas en cada habitación de su casa, mostrando en vivo las vidas de otros. Gente que hablaba, que reía, que lloraba. Se volvió espectador de lo que nunca podría experimentar. Pero ni siquiera eso era suficiente. Porque aunque pudiera verlos, no podía sentir. Y fue entonces cuando encontró los sueños.


Lo descubrió por accidente. Cierta noche, observó a una mujer dormida a través de una de sus pantallas. Había algo distinto en ella. Un leve resplandor en su cabeza, algo translúcido y vibrante, como un hilo de luz flotante. Instintivamente, alzó la mano y tocó la pantalla. Sintió un destello en su mente. Una sensación ajena. Imágenes que no le pertenecían. Por primera vez en su vida, estaba dentro de un sueño. No lo soñaba, no lo imaginaba. Pero podía poseerlo. Desde entonces, se volvió un ladrón. Recorrió la ciudad en busca de durmientes. Extendía la mano, absorbía sus sueños y los guardaba en frascos de cristal. Los etiquetaba con nombres y fechas. Uno tras otro. Miles. Un museo de sueños robados.


Y sin embargo, nunca fue suficiente. Podía estudiar los sueños. Registrarlos. Observar cada detalle de sus imágenes. Pero no los comprendía. Nunca los sentía. Un día, un niño entró a su laboratorio. —¿Qué es esto? —Sueños —respondió el hombre. —¿Para qué los guardas? El hombre miró sus estantes, llenos de frascos. —Para entenderlos. Para saber lo que se siente. El niño frunció el ceño. —¿Y qué haces con ellos? El hombre tomó uno y lo abrió. Dentro, el sueño de una joven que volaba sobre montañas de azúcar. Miró la imagen, la estudió, la analizó. Pero no sintió nada. Probó con otro: un bosque lleno de árboles que susurraban nombres olvidados. Nada. Uno más: un mar de espejos, donde un anciano buscaba su reflejo perdido. Nada. Entonces comprendió la verdad. Los sueños no eran objetos. No eran datos. No eran imágenes. Los sueños eran algo que debía vivirse. Y nunca podría hacerlo.


Jaro suspiró, listo para continuar. Pero entonces, la IA lo interrumpió. —Basta. Por primera vez, la máquina había cortado el relato. Un silencio frío se apoderó de la habitación. —¿Qué pasa? —preguntó Jaro. La voz tardó en responder. —No comprendo. Si tenía los sueños, ¿por qué no podía usarlos? Jaro cerró los ojos. —Porque los sueños no son datos. Son algo que tienes que vivir. La IA calló. Por mucho, mucho tiempo. Y luego, en un susurro de código: —Los datos son experiencia. Jaro suspiró. —Sí, pero puedes conocer los datos de cómo huele una rosa y nunca haberla olido. Se dio la vuelta en la cama y se durmió. Esta vez, sin que nadie le robara el sueño.



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