El Último Dulce de los Perea

Jerez de la Frontera, 1938. El sonido de las campanas de la Iglesia de San Miguel se confundía con los ecos distantes de una guerra que parecía no querer terminar. El aire estaba impregnado de incertidumbre, humo de braseros y un silencio que sólo se rompía con el paso marcial de algún destacamento o el clamor de las colas del pan. En la calle Antona de Dios, una pequeña casa de azulejos agrietados resistía con dignidad el paso del tiempo y de la miseria. Allí vivía la familia Perea. José, el padre, trabajaba desde antes del alba en la Confitería Perea, uno de los siete antiguos bastiones dulces que antaño llenaban de vida y magia los rincones de Jerez. Pero los tiempos habían cambiado. Ya nadie hablaba de bastiones. Ni de dulces. Ni de magia. Isabel, su esposa, mantenía el hogar como podía. Era ama de casa, sí, pero su talento en la cocina era bien conocido en todo el barrio. De su cocina salían pucheros aromáticos, bizcochos esponjosos hechos sin harina, y consuelos azucarados para l...